Archive for marzo 2015
El pediatra social…sociable: la cortesía en la consulta clínica
Del «comment» de P. Loren del último «post» de este «blog», lo que traducido del spanglish internetero quiere decir que del comentario de P. Loren en la última entrada de esta bitácora sobre la comunicación con los pacientes, nos acercamos a ese punto de contacto que es la entrevista clínica.
En alguna ocasión los antropólogos de la medicina hablan del intercurso cuando se refieren al encuentro entre médicos y pacientes. Efectivamente tiene una notable grado de intercambio de intimidades, y eso da mucho para hablar.
Pero previamente está el establecimiento de contacto. Tal y como está el sistema asistencial en este siglo, el encuentro no es entre dos desconocidos. En principio el paciente conoce el nombre del médico que le va a atender o, por lo menos, como puede suceder en Urgencias, la adscripción del facultativo a un equipo. La aproximación del paciente suele suceder por que es convocado por su nombre, de viva voz o por un altavoz y el facultativo dispone de su identificación. Lejos quedan ya los tiempos de: «el siguiente» aunque algunos afirmarán que con la carga asistencial de los servicios de Atención Primaria a veces no da tiempo ni de verbalizar el nombre. Pero creemos que eso es excepcional, aunque sólo sea por razones administrativas: presentación de la tarjeta sanitaria, solicitud de cita previa, remisión desde otra consulta o algo similar.
La sociabilidad más elemental debe conducir a saludar al paciente y sus acompañantes con la también elemental urbanidad de «buenos días», «buenas tardes» o»¿Que tal?». Dirigirse por el nombre o el apellido es un esfuerzo adicional que no siempre forma parte de las habilidades de los profesionales. En el caso de los niños me permito un comentario que, como casi todo en este blog, es personal y subjetivo: antes de los 5-6 años los niños no siempre identifican su nombre como ellos mismos. Seguro que habéis sido testigos de que los niños y, a veces también sus padres, se refieren a ellos mismos por su nombre en tercera persona: «A Pepito no le gusta este pantalón» puede decir un mocoso de 3 años, alejándose de la responsabilidad. Forma parte del desarrollo psicoemocional y es perfectamente normal (decía Piaget hace casi un siglo) aunque algunos pedagogos lo consideran como un cierto infantilismo o un exceso de mimo.
Un profesional experimentado puede o no prestarse a ese, digamos, juego si se siente cómodo. Pero lo honesto es identificar a cada uno con su nombre y, en todo caso, tratar a unos y otros con respeto.
Se ha debatido sobre la conveniencia o no de dar la mano, saludo habitual europeo, a los padres o pacientes. Es una cortesía que en épocas de epidemias virales creo que puede obviarse, a menos que vaya seguida de un lavado de manos antes de proceder a la exploración del paciente y aún así, en todo caso. Y vale la pena recordar que no forma parte de la cortesía habitual en muchas otras culturas en este mundo globalizado. Por otro lado puede servir para formalizar el respeto precisamente hacia aquellos que se puedan sentir distanciados o de alguna forma menospreciados por pertenecer a otra cultura u otro nivel social más o menos marginado. De nuevo ahí entra en juego la habilidad y perspicacia del profesional. Incluso cómo manejar las diferencias de género ante este tipo de cortesía en diferentes culturas. Por ejemplo cómo puede ser bien aceptada dar la mano a un hombre por parte de otro, pero no a una mujer en algunos norteafricanos, musulmanes o no. O, al revés, que una mujer médico le ofrezca la mano a un hombre. Cada cual puede valorar cuanto puede contribuir un gesto a normalizar e integrar culturas. En todo caso y si se produce alguna situación más o menos embarazosa, procurar salir de ella minimizándola y dando paso a otra fase del encuentro, preferiblemente con una sonrisa y sin enjuiciar actitudes.
Siempre hemos propiciado que el facultativo que atiende niños se dirija a ellos. Una vez se haya iniciado el encuentro es esencial que el niño, cualquiera que sea su edad, entienda que allí es el objeto de toda la atención. Cuando decimos que cualquiera que sea su edad no entendemos de excepciones. Un recién nacido o un lactante pequeño puede percibir mucho más de lo que podemos llegar a pensar. Pero incluso con los más pequeños y por la delegación de la madre conviene que a través de ella se produzca esa consagración de protagonismo. No todos los pediatras habrán adquirido las habilidades del trato con niños y, sin embargo, serán unos excelentes clínicos. Pero puedo asegurar que los miles de minutos y los miles de dificultades que he salvado con el gesto de tomar el niño de los brazos de su madres no tienen precio. Puede ser difícil encontrar el momento propicio porque las circunstancias y los protagonistas son múltiples y diferentes. En general he optado por aprovechar el momento en que se va a llevar al niño a la camilla de exploración. De alguna forma hay que hacer entender al niño que te vas a ocupar de él, que eres su defensor, amigo y solución de sus problemas. Cierto que a veces son los propios padres los que se resisten, de forma consciente o inconsciente, a que el niño se separe físicamente de ellos y no es necesario forzar situaciones.
Pero, claro, los niños lloran. Bueno, pues también ahí hay modos y maneras de aproximación que sean socialmente aceptables. De momento lo dejamos para otra ocasión.
Y ya sabéis, si tenéis preguntas, usad los «comments».
X. Allué (Editor)
El negatoscopio
Desde que se descubrió que se podían visualizar los órganos internos de la anatomía utilizando radiaciones ionizantes, el diagnóstico en Medicina dio un cambio radical.
Del descubrimiento de Roentgen de los rayos X a partir de un tubo de rayos catódicos ya han pasado 120 años en los que el impacto de poder hacer el cuerpo transparente a los médicos ha convertido el diagnóstico, hasta entonces basado en signos indirectos, en algo evidente en el sentido de que «se puede ver». No sólo el qué, sino el cómo y el dónde de las lesiones con precisión. Lo que se podía ver se proyectaba en una pantalla fluorescente o bien sobre una película fotográfica. La pantalla permitía ver imágenes en movimiento en tiempo real. La radio-foto-grafía, radiografía, sin embargo siempre ha sido más precisa y, además, conservable para comparaciones del seguimiento y evolución en otro momento de la asistencia. Precisamente mantener las imágenes en negativo se debe también a la mayor precisión cuando el proceso de revelado es único, mientras que el positivado en papel fotográfico es menos claro. La frase que un entrenador de fútbol holandés, «Siempre negatifo, nunca positifo«, profirió en relación a las críticas de los periodistas, se podía aplicar a los estudios radiológicos. Sólo en textos antiguos se recogen imágenes radiológicas positivadas.
El progreso en el conocimiento hizo de los médicos que se dedicaban a realizar los estudios radiológicos una especialidad concreta, cada día más apreciada. Aunque, eso sí, en sus comienzos y especialmente en este país, padecieron el menosprecio de los grandes maestros y catedráticos que durante una buena parte del siglo XX consideraron el diagnóstico radiológico como algo menor y complementario. Esa misma tropa de ignorantes egregios se empeñaban en mirar las radiografías ellos y contra la luz de una ventana o una bombilla. Los paneles translúcidos con retroiluminación homogénea, lo que se conoce como negatoscopio, tardaron en llegar a los centros hospitalarios españoles porque los mandamases creían que no eran necesarios. Durante lustros algunos que éramos algo más modestos y conscientes de la importancia de ver y de que te ayudaran a ver, casi clandestinamente dedicábamos una parte de nuestro tiempo a, casi de hurtadillas, acercarnos a los servicios de Radiología y compartir con los especialistas nuestras dudas. Y, con ello, tener que soportar las críticas de los poseedores de la verdad eterna, el poder y el conocimiento. (Imbéciles que, si no están muertos es porque ya lo estaban entonces en vida).
Hasta los años 90 del pasado siglo no se incluyeron los negatoscopios en la decoración de las consultas, incluso (¡Horror de los horrores!) las de los Centros de Asistencia Primaria. Por poco tiempo, porque la digitalización de las imágenes y su proyección en las pantallas de los ordenadores los han hecho innecesarios. Seguro que para los médicos más jóvenes, que accedieron a la profesión en los últimos 25 años este relato les debe parecer algo tan distante como las Guerras Médicas (las de verdad, contra los medos y los persas, hace 25 siglos).
Tuve la fortuna de aprender lo poco que mis limitadas entendederas pudieron acoger de Radiología pediátrica con Len Swischuk, uno de los «gurus» de la radiología, con quien la fortuna me hizo coincidir en dos hospitales diferentes. Una de las anécdotas que recuerdo y que explico a mis residentes, es la de que estaba mirando unas placas en los negatoscopios de Radiología cuando el Dr. Swischuk que pasaba por detrás de mi y me dice: «Humm!, un niño con retraso neurológico!» (sic!) Se trataba de unas placas de tórax frente y perfil. Dio dos pasos más y dijo: «Ah!, claro. Es un síndrome de Down…» y siguió caminando hacia donde fuera que iba. Me faltó tiempo para salir corriendo detrás y agarrarlo por la bata y pedirle que me lo explicara. La explicación era simple: en la placa AP (o PA) se apreciaba una neumonía del lóbulo superior derecho pulmonar, compatible con una neumonía por aspiración, propia de lactantes con deficiencias neurológicas. Los dos pasos que dio le permitieron ver, en la placa lateral, la ausencia de uno de los núcleos de osificación del esternón, característica de la trisomía 21. Los radiólogos, los especialistas en el diagnóstico por la imagen, son capaces de ver más allá de lo que las radiografías muestran.
Hace poco, una prestigiosa compañera preguntaba en las redes sociales por la decoración de las consultas. Preguntó si teníamos un negatoscopio, pero los duendes del teclado escribieron Megatoscopio. Le pregunté si era un chisme para ver las cosas grandes…
El negatoscopio, justo detrás del cogote del facultativo, durante tiempo ha tenido una función simbólica. Encendido, difundía una luz azul tenue sobre la que la figura del médico quedaba resaltada. Si se colgaban radiografías parecían tener el efecto de los retablos de las iglesias, para enmarcar con motivos decorativos el oficiante de la ceremonia del conocimiento. (Menos cuando, al ver una placa de cráneo de frente, uno de me dijo: ¡Joder, la muerte!). Sin un uso justificado, los negatoscopios llevan el camino de otros chismes médicos relegados a la obsolescencia y el olvido, como el fotóforo de los otorrinos, o el estetoscopio de trompetilla de las matronas, en otro tiempo símbolos profesionales.
Pero conociendo el poder de la imagen, debemos asegurarnos de que la decoración de nuestras consultas contienen la suficiente amabilidad hacia los niños y sus acompañantes. Y, por favor, no ponernos a mirar al teclado y la pantalla del ordenador hasta después de haber saludado y entablado una conversación con quienes atendemos. Por lo menos hasta que inventen pantallas transparentes que permitan que nos vean a su través.
X. Allué (Editor)
19 de marzo, Día del padre en España
En España y en otros sitios, según nos dicen desde el blog SerPadres, se celebra el Día del Padre el 19 de marzo: en Portugal, Italia, Honduras, Guinea Ecuatorial, Liechtenstein, Macao, Andorra y Bolivia. En otros sitios eligen días diferentes.
La referencia es el santoral católico, que celebra ese día a San José de Nazaret, padre putativo de Jesucristo. Al parecer lo de Pepe, como apodo sinónimo de José, viene de la iniciales de Padre Putativo, P.P., que figuraban en escritos eclesiásticos antiguos. La figura de José de Nazaret invita a la controversia, aunque su figura como padre proveedor, criador, custodio y educador de Jesús, supera las consideraciones sobre la paternidad biológica. En cualquier caso no vamos a meternos en profundidades teológicas. Quien quiera saber algo más, lo remitimos a la exhortación apostólica Redemptoris custos, escrita por el papa Juan Pablo II y publicada el 15 de agosto de 1989, que es considerada la carta magna de la teología de San José. Y los que no sean religiosos que no se compliquen en disquisiciones y acepten que la liturgia y la simbología son elementos culturales y, como tales, respetables. Al fin y al cabo, la función biológica de la paternidad es fugaz, breve y escasamente comprometida. A veces hasta distante, mediando un laboratorio que conserve semen. La parte importante de la paternidad, si se ejerce, es la otra: la social.
Que haya un día para festejar al padre, al pater familias, aparte de las consideraciones religiosas, hoy día tiene más que nada un perfil consumista. Eso que algún publicista cursi de los años 60 pedía como que hay que practicar «la elegancia social del regalo», contribuye a fijar el calendario comercial antes de que sea primavera en El Corte Inglés. En estos tiempos de recesión y penurias no vale hacerse muchas ilusiones, pero cabe recordar que los mejores regalos son los inmateriales y esos están al alcance de todos.
Desde aquí saludamos a los padres (varones) y apoyamos y reconocemos sus esfuerzos y dedicación, con especial mención a los que lo son de familias monoparentales, porque reconocemos el valor de que un hombre críe hijos él sólo, cualquiera que sea la circunstancia que le haya llevado a ello. E invitamos a expresar ese reconocimiento a los profesionales que trabajan con niños, pediatras, sanitarios, enseñantes o, en este Día del padre, comerciantes.
Felicidades, Pepe.
X. Allué (Editor)
(Ah!, i Visca les falles!!!)
Vocabulario médico/vocabulario social
Que hablando se entiende la gente sólo es cierto cuando hablan el mismo idioma, aunque el lenguaje gestual ayude. La distancia que separa el lenguaje de los médicos del de la gente, aún en el mismo idioma es notable. Oscar Wilde decía, refiriéndose a la lengua inglesa y sus diferencias a uno y otro lado del Atlántico, que el Reino Unido y los Estados Unidos eran dos países separados por un idioma común. (En los años 30 lo consagraron Ginger y Fred con la pieza de George & Ira Gerswin «Lets call the whole thing off»).
Ya hemos comentado sobre la competencia cultural principalmente cuando la distancia de idioma y cultura es notable por la diferente procedencia o nacionalidad de los interlocutores. Pero incluso cuando se comparte idioma y, supuestamente, cultura, no siempre se hacen esfuerzos para salvar las distancias. ya hemos insistido en que la cultura de los médicos, el conjunto de conocimientos, experiencias, lenguaje e historia que constituyen una cultura, no siempre va a coincidir. Lo escribimos en el ya antiguo texto sobre Urgencias, sobre el papel de bisagra entre la gente y el mundo sanitario.
Al lenguaje hay que añadir el conocimiento, la terminología, el valor que se da a los tiempos y a los espacios, la realidad distinta o las prioridades.
Centrándonos en el vocabulario me continúa sorprendiendo como afamados y eficaces médicos se mantiene atrincherados en el vocabulario médico cuando se dirigen a sus pacientes y, sobre todo, cuando escriben sus informes. Notable es el de los informes de los especialistas, los de los informes complementarios de imagen o procedimientos, que se redactan para facultativos pero se acaban entregando a los propios pacientes.
Los substantivos ya generan un problema por el empleo generalizado de términos de origen grecolatino. Los ejemplos abundan y la intención de hablar con precisión no excluye la necesaria vulgarización. Llama la atención que el esfuerzo que hacemos los médicos de traducir a terminología médica la información que nos aporta el paciente–nos dicen que les duele la tripa y escribimos «abdominalgia»–no lo revertimos cuando explicamos al paciente nuestro diagnóstico y recomendaciones en términos vulgares. Aún así, un diccionario puede resolver dudas.
Algo peor son los adjetivos porque como forman parte del lenguaje común, el significado que le adjudican unos y otros puede esconder distancias a menudo insalvables. Poco o mucho, fuerte o flojo, grave o leve dependen de desde donde se mire. O los adverbios: antes o después, pronto o tarde, también y tampoco, cerca o lejos, etc. que no siempre quieren decir lo mismo para todo el mundo
La filología o la semiología no forman parte de la formación de los médicos, pero no estaría de más que unas pocas lecciones de comunicación se incluyeran en el currículo del primer curso. Luego ya va a ser tarde.
Cuando se atiende a los niños además hay que tener en cuenta que el protagonista de la atención suele estar allí presente y no se le debe ignorar. Ven y oyen, y entienden lo que pueden. Hay que dirigirse a ellos con términos simples pero que confieran confianza en que nos estamos ocupando de ellos y su bienestar.
X. Allué (Editor)
Web del XXII Congreso de la SEPS
Ya se puede consultar el anuncio y preprograma del XX Congreso Nacional de la Sociedad Española de Pediatría Social que se celebrará en Almería este año.
La página web en este enlace:
Revisiones preescolares, confidencialidad, etiquetado y derechos de los niños
Hubo un tiempo en que para entrar en la escuela era necesario un certificado médico oficial. Generalmente lo hacía el médico de cabecera y nunca fue algo más que un requisito burocrático. El valor clínico o epidemiológico de los certificados médicos fue lo suficientemente cuestionado como para que el requisito desapareciera a finales del siglo pasado. Igual que mucho antes también desaparecieron la revisiones escolares masivas: aquellas colas de alumnos para que un médico «les echara las gomas», les pusiera la prueba de la tuberculina o, incluso, se les sometiera a una radiografía de tórax con lo que se conocía como «fotoseriación». Eran, como se dice, otros tiempos. No los tiempos de cólera, ni como se dice en los países catalanes «l’any de la picor», en referencia a epidemias perdidas en la antigüedad, episodios de diarrea colèrica o de sarna que pica aunque no guste, retenidas en la memoria de las gentes. Pero si eran años de tuberculosis, la «peste blanca», que enfermó y mató a millones, todavía terriblemente endémica en muchos países con el refuerzo que le ha dado la concomitante epidemia de VIH. Se tomaban precauciones bien intencionadas, aunque su eficacia fuese escasa.
El actual sistema asistencial de Pediatría de Atención Primaria ha hecho todo eso innecesario, pero no ha resuelto con claridad el traspaso de información clínica de los escolares al sistema educativo. Salvar esa distancia ha quedado más bien a la decisión de los padres de facilitar información médica en las encuestas que suelen acompañar a los trámites de inscripción. Tales suelen ser diferentes en diferentes áreas del país o escuelas y, en todo caso, de cumplimentación voluntaria. A veces la información se transmite de forma oral: mi hijo toma tal o cual medicina, tiene tal o cual problema sensorial, etc. según el criterio de importancia que los padres por un lado y los educadores por otro le den al tema. Sí se suele exigir un certificado de vacunación.
El puente de dos direcciones de la comunicación padres-educadores no siempre se cruza con fluidez. Padres pueden ocultar o presentar información parcial y educadores limitarse a transmitir informaciones inespecíficas y generales. Las motivaciones pueden ser múltiples. La necesaria protección de la confidencialidad de los datos médicos como pertenecientes a la intimidad, que además intente evitar el etiquetado o la estigmatización de los niños, puede impedir que la atención a los problemas de salud se pueda hacer con eficacia en la escuela. En la dirección contraria, los maestros pueden callarse observaciones sobre un alumno para evitar que se cuestione su criterio o se generen conflictos.
Aún se complican más las cosas cuando intervienen administraciones más o menos mastodónticas o despersonalizadas que, pretendiendo decidir para todos, omiten la necesaria individualización de los casos concretos. Si a eso se suma la incongruencia maligna de algunas administraciones como la que dirige el ministro Wert y su ley, todo puede ser aún peor. No se libra de ello la administración educativa catalana cuando ha anunciado el requisito de que la información social de un niño o una familia debe llevar añadido un informe médico para tener acceso a algunas prestaciones educativas especiales. Esto ha motivado una nueva polémica en los medios por más que la conselleria de Educación haya intentado justificarlo.
Parte de esas decisiones se originan de la publicación de un informe de la Fundación Jaume Bofill, especializada en temas educativos, que explica el círculo perverso existente entre el éxito educativo (o su fracaso) y la pobreza infantil. Lo estúpido es que la conselleria sólo pide el informe médico para las escuelas de los barrios pobres, eufemísticamente descritos como «centros educativos de alta complejidad socioeconómica». Las administraciones son verdaderos artistas en retorcer los conceptos.
La información clínica tiene que servir para facilitar la asistencia y el cuidado. Si un escolar tiene asma y usa inhaladores o una adolescente está embarazada y no hace gimnasia, tiene que conocerse. Y unos y otros deben ser muy cautos en el uso que se hace de esa información en lo que tenga de confidencial. El respeto al secreto profesional, a todos los efectos éticos, afecta a sanitarios y educadores por igual. Uso esos dos ejemplos porque pronto o tarde los detalles se van a hacer evidentes: uno usando el Ventolín antes del partido y la otra teniendo que cambiar los tejanos por mamitas. Como pueda serlo el uso de prótesis, los defectos físicos o las peculiaridades étnicas.
Aquí, una vez más, los pediatras, los médicos que atendemos niños y sus familias tenemos que imponer algo de sensatez en todo el contexto. Si un niño padece epilepsia y precisa anticomiciales, o es diabético y precisa insulina, su maestro debe saberlo. Si un niño tiene antecedentes de una enfermedad hereditaria, no necesariamente. Si un niño vive en una zona de la ciudad de «alta complejidad socioeconómica», el médico no tendrá que informar nada diferente de uno que viva en otra de «baja complejidad» pero «alta capacidad económica insolidaria». Y, en cualquier caso, la responsabilidad del pediatra social no se salda ni se conforma a un «certificado médico». En todo caso y en todos los casos, hacer siempre que se respeten los derechos del niño, de cada niño, único, singular e irrepetible.
X. Allué (Editor)
Deberes («home work») – II
Llevarse trabajo a casa es una realidad en muchísimos ámbitos de la vida productiva. Se hace por necesidad, por acúmulo de tareas, por insuficiencias propias y hasta por vicio o adición (“workaholism”, dicen en inglés, paralelo al alcoholismo).
En el caso de los niños, el trabajo escolar en casa se denomina comúnmente hacer los deberes, o deberes por antonomasia, como si no hubiese otros, contrapuestos a los derechos.
Educadores, pedagogos (que no siempre son educadores), psicólogos, sociólogos, padres y administraciones diversas, no se ponen de acuerdo sobre la bondad, necesidad y conveniencia de que los niños se lleven tareas escolares para realizarlas fuera de la escuela. Digo fuera de la escuela precisamente porque en mi memoria persiste la realidad de completar las tareas escolares en un banco de un paseo y no en casa donde, por cierto, no “había sitio”, no tenía un espacio para tal cosa en la leonera-dormitorio que compartíamos varios hermanos.
Los sesudos responsables de la educación infantil no se han tomado la molestia de preguntárselo a los niños. Los que sí fuimos niños—y nos acordamos—hace tiempo que nos hemos formado una opinión: los deberes representan un reconocimiento de las insuficiencias del sistema educativo formal y una privatización de la escolarización revertida hacia las familias.
La tendencia actual, envuelta en una meliflua y buenista actitud de los responsables de la escolarización, justifica los deberes como una forma de implicar a las familias en el proceso educativo, integrar los diferentes aspectos de la educación entre los diversos escenarios de la vida infantil y reforzar la importancia de los estudios formales entre sectores sociales menos sensibilizados o, de alguna forma, distanciados del sistema educativo o marginados.
Muy lindo, pero irreal. Las tareas escolares para realizar en casa, de entrada, sólo van en esa dirección. De ninguna manera se contempla que el alumnado se lleve tareas domésticas a la escuela. Y me refiero a cosas tan simples como puede ser traerse los achiperres de limpieza del calzado para limpiarse los zapatos en la clase de primera hora de la mañana. O prepararse el bocata del recreo o reproducir una escena teatral de la estima del amor de una madre.
O, también, lo que ya hemos repetido en varias otras ocasiones, que el sistema escolar no enseña cinco cosas que son esenciales en la vida moderna:
A comer
A conducir automóviles
A follar
Informática
Inglés
Todo eso hay que aprenderlo por la calle o en academias privadas
Rectificamos. En los últimos años, la realidad ha obligado al sistema educativo a introducir ordenadores en la escuela—lo que no quiere decir que se enseñe informática más allá del nivel usuario—y el aprendizaje de una tercera lengua se ha hecho obligatorio aunque con resultados precarios. En los comedores escolares se da de comer, pero no se enseña formalmente a comer y, mucho menos, a alimentarse o a disfrutar de la gastronomía.
Añadimos aquí una breve anécdota proporcionada por un conocido cocinero. Le pregunta a una mocita de 3 años y medio cuál es su plato preferido del comedor escolar. Le responde: “No sé. Son todos blancos” (sic).
Lo del sexo y la conducción lo dejamos para otro día.
Ordenar tareas para la casa de forma indiscriminada no tiene en cuenta la diversidad social. Muchas familias no tendrán ni el espacio, ni el tiempo ni la motivación, para completarlas. Otras resolverán el tema expeditivamente realizando ellos mismos las tareas. Entre estos extremos hay una miríada de actitudes, experiencias y realidades que con frecuencia no generan más que rechazo, frustración o sentimientos de culpabilidad de padres y alumnos a lo largo de todo el proceso educativo considerado como obligatorio.
Dejamos la discusión abierta para los que quieran asumirla. Pero a los pediatras que se encuentren en su consulta con preguntas o problemas con dificultades relacionadas con los deberes, aparte de descartar causas objetivas que puedan ir desde los defectos del aprendizaje y dislexias diversas, hasta conflictos sociales domésticos, mejor que intenten desactivar la trascendencia de las tareas escolares fuera de la escuela. Tranquilizar a las familias y, si es posible, ponerse en contacto con la escuela e intentar poner algo de razón en los proyectos escolares concretos.
X. Allué (Editor)